viernes, 24 de mayo de 2013

Gustavo Adolfo Bécquer, Rima LXX

¡Cuántas veces, al pie de las musgosas 
paredes que la guardan, 
oí la esquila que al mediar la noche 
a los maitines llama!


¡Cuántas veces trazó mi silueta 

la luna plateada, 
junto a la del ciprés, que de su huerto 
se asoma por las tapias!


Cuando en sombras la iglesia se envolvía, 

de su ojiva calada, 
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios 
vi el fulgor de la lámpara!


Aunque el viento en los ángulos oscuros 

de la torre silbara, 
del coro entre las voces percibía 
su voz vibrante y clara.


En las noches de invierno, si un medroso 

por la desierta plaza 
se atrevía a cruzar, al divisarme 
el paso aceleraba.


Y no faltó una vieja que en el torno 

dijese a la mañana, 
que de algún sacristán muerto en pecado 
acaso era yo el alma.


A oscuras conocía los rincones 

del atrio y la portada; 
de mis pies las ortigas que allí crecen 
las huellas tal vez guardan.


Los búhos, que espantados me seguían 

con sus ojos de llamas, 
llegaron a mirarme con el tiempo 
como a un buen camarada.


A mi lado sin miedo los reptiles 

se movían a rastras; 
hasta los mudos santos de granito 
creo que me saludaban.

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