domingo, 16 de noviembre de 2014

Óscar Carrera, “Otro paseo”

Cuando salió de la caja se encontró en un paisaje plácido y bucólico, que parecería acogedor de no haber sido teñido por alienígenas, o eso fue lo primero que se vino a la cabeza.
Tenía la impresión de que no conocía los colores. No lo entendía bien, era como si fluctuaran y ondularan, como si estuvieran lejos, tras un velo. Un sol gélido alumbraba sobre las cosas unas tonalidades que no guardaban semejanzas con las de su recuerdo. A ratos casi incurrían en gamas conocidas, para de pronto volver a sumirse en otra oleada irisada.
No cabía en sí de asombro, rodeada de pigmentos incomprensibles; acaso, pensó, se debía a su vista, largo tiempo atrofiada dentro de la caja. Empezó a pasear, temerosa de quedarse quieta.
Los objetos parecían deformados. A la vera del estrecho sendero un reloj alto parecía cabizbajo, los árboles se doblaban de forma poco natural, apoyándose los unos en los otros con pesadumbre, los bancos aullaban desde lo profundo de la piedra. Era como si todo estuviera sumido en una honda aflicción, o eso pensó ella. No sentía el más leve viento, ni captaba el menor movimiento, salvo unas sombras en el cielo que sospechó eran pájaros.
Mientras miraba todas estas cosas intentaba traer a su mente las palabras con que solía designarlas. No le salía ninguna. Las tenía en la punta de la lengua, pero nunca terminaba de acordarse. Fue entonces cuando sospechó que había olvidado todos los Nombres. Sabía que todo lo que se le cruzaba, el reloj, los árboles, los montículos, lo había visto antes, bajo otras formas, en otros lugares, pero no recordaba cómo los había llamado. Se sintió como una intrusa ante la idea de que nada de lo que viera sería suyo, o peor aún, que no podría llamar a nadie. Se sintió en el centro de un abismo, un abismo de brumas irisadas, como si el mundo estuviera tras ellas y sólo le llegara distorsionado, inefable, extravagante y abatido. Le sobrevino una tristeza remota, una tristeza de eones.
Y pensó entonces, pensó sin palabras, que no tenía otra cosa que hacer que seguir andando, sin perspectiva de parar o de encontrar un sitio en el que establecerse, caminando para siempre.
Porque aun eso, por supuesto, era mil veces mejor que volver a la caja, todo era mejor que volver a la caja, cualquier cosa, y se iba diciendo esto una y otra vez mientras andaba descalza sobre la hierba húmeda del rocío, entre las lápidas.


Autores hodiernos

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